Respecto a la definición de arte es posible leer, en algunas enciclopedias, que “se considera abierta, subjetiva, discutible” y “no se ha llegado a un acuerdo unánime entre filósofos, historiadores y artistas”. El devenir ha ido trocando sus fundamentos e inferimos que seguirá haciéndolo.

¿La obra?

Por la longitud del término, “arte” se convierte en una idea que encierra conceptos difíciles de asir en todas sus acepciones, esta cualidad puede transformarlo también en el comodín que intenta suplir el valor faltante en la capacidad de quien quiere llamarse artista, una puerta abierta al verso y al chamuyo*, un punguista cómodo en el bolsillo del snob que, en los próximos renglones, adquirirá una obra preciada por estrafalaria, compuesta por un inodoro con manchas de óxido y una planta crecida en su interior…

―Usted la describe con precisión de inexperto, señor García ―dice el artista, mientras sus ojitos me desechan con desdén―. El trébol es una herbácea en peligro de extinción y el inodoro el lugar donde defecamos y orinamos, el óxido que puede observarse en los bordes del evacuatorio…

El llamador de ángeles tintinea con la brisa. Con la brisa el artista enarca las cejas. Enarca las cejas y ojea sobre mi hombro. Ojea sobre mi hombro a la encantadora pareja que ingresa a la tienda.

Las manos del virtuoso palpan su vientre delgado y la perorata, súbitamente, se distorsiona hasta convertirse en un cloque. El garfio, afilado por una admirable locuacidad, termina por enganchar el atún.

El interesado, obnubilado ante la magnitud de semejante habilidad, desconoce que la porcelana del viejo inodoro Pescadas no es oxidable, al menos como una pieza de hierro, por ello nunca descubrirá que las salpicaduras marrones en la taza del sanitario son restos de excremento cristalizado.

―… decía que el óxido ―prosigue el autor― representa en mi visión el paso del tiempo, la exposición, el contacto con el oxígeno, la respiración… Con todo esto cualquier persona sensible e inclinada hacia el arte deduciría que mi creación representa los recurrentes y nada moribundos deseos reprimidos que, pugnando por encontrar su lugar, son expulsados al exterior, fuera del inconsciente, por un sistema de censura digestiva…

―¿Qué precio tiene la obra? ―interrumpe el hombre alto y regordete, mientras relee su nombre difícil burilado en una pequeña placa de bronce, atornillada a la tapa de madera.

―Seis mil dólares ―remata el artista.

―Quedaría bárbaro, Gordo ―susurra ella a su marido― en el jardín de invierno, rodeada por los angelitos de alabastro…

―Hecho.

Los párrafos precedentes podrían dejar en el lector la sensación de que quien compone este artículo niega la existencia de la manifestación artística; si fuese necesario vociferaría que creo en ella con todo mi corazón, sin olvidar que “arte” es un término muy resbaladizo, predilecto de caraduras y adulterado por sinvergüenzas y tramposos de buena fe.

Flaubert escribía: “Ama el arte. De todas las mentiras es la menos falaz” y Gould: “El arte contemporáneo es, o un aprendizaje o una farsa”; yo prefiero quedarme con las palabras de Isabel Allende: “Escribir una novela (o realizar un video) es como bordar una tapicería con hilos de muchos colores: es un trabajo artesanal de cuidado y disciplina.”

 

(*) Chamuyo: Palabrería que tiene el propósito de impresionar o convencer.

Ariel García
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