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Cuando, en grupos y reuniones, los realizadores audiovisuales charlamos y recordamos nuestras experiencias en los salones de fiestas, más temprano que tarde surge un tema que puede tornarse tan fugaz como inacabable: “la comida”. No me refiero a la variedad de platos que sirvieron o servirán a los invitados, tampoco a la sublime o escasa habilidad del chef para prepararlos, sino a aquella “comida apresurada y sin horario”: la comida del videógrafo.

Muchas personas, ajenas a nuestra labor, desconocen que videógrafos y fotógrafos también hemos desarrollado una extraordinaria destreza para alternar cuchillo y tenedor, empleando sólo la mano que no sostiene la cámara; del mismo modo una asombrosa habilidad para comer de pie, urgente y sin mancharnos la camisa, además de la insólita facilidad para sobrellevar la necesidad de beber. La digestión, en caso de haber comido, es un tema que jamás nos ha preocupado.

Tal vez coincidamos en que la alimentación implica muchas cosas y, por lo menos en el contexto de mi artículo, asegurar que supone sólo una exigencia biológica sería reducir. Los alimentos, y el modo de prepararlos, distribuirlos o ingerirlos también manifiestan hábitos sociales.

Cuando un clan comparte el sustento con uno o más individuos que no pertenecen estrictamente al grupo, practica un acto social donde se patentiza la aceptación. Incluir, compartir, comer en conjunto, constituyen acciones ligadas a la integración. He pensado que estos comportamientos de naturaleza integradora componen una suerte de ritual que, en cierto modo, amplía y re-construye (vuelve a construir) las primeras sensaciones de afecto vinculadas al alimento: la madre que fija en el recién nacido la impresión de ser querido.

Pero el alimento también puede convertirse en un medio tanto para destacar el estatus como proporcionar castigos o recompensas. Es así como, en entornos puntuales, “la comida” se transforma en fórmula efectiva para ejercer el poder. “La comida” es, en tantas ocasiones, el instrumento de mando del proveedor. He observado, en algunos salones de fiestas, a encargados realmente convencidos de contar con la facultad para determinar a su antojo horario, orden de consumición y lugar donde servir a fotógrafos y videógrafos la comida previamente pactada y pagada por el cliente. A propósito de lo que acabo de referir, “el lugar donde se come” define, además, la jerarquía que el proveedor ha querido atribuir al comensal: no es lo mismo compartir la mesa con los invitados (por ubicarme en un extremo posible) que comer en el jardín, una noche de julio y frente a la puerta del baño químico.

Quizá el origen de algunas dificultades, con las que en tantas oportunidades tropezamos cuando vamos a trabajar a ciertos espacios, podríamos hallarlo en más de un aspecto cultural; no me estoy refiriendo a que se me ofrezca o no un plato de comida en el salón, ya que nadie está obligado a convidar y lo corriente es que “conociendo el paño” sea yo quien lleve lo que cenaré esa noche junto a mis asistentes, apunto de manera directa a la conducta de los idiotas que desconocen o poco les importa la urbanidad, entendida como la corrección y cortesía en el trato con los demás; me dirijo también a aquellos (y esto parece absurdo) que sólo encuentran en “la comida” una receta para ejercer estúpidamente una forma de dominio.

Hace tiempo le expuse al dueño de un salón de fiestas, donde dos horas antes habíamos pedido una jarra de agua que nunca llegó, que en cierta forma yo era un huésped eventual, un visitante impulsado por el acontecimiento que estaba registrando. Le dije que si mis clientes eran los primeros en dispensarme el mayor de los respetos, y me habían elegido al igual que a su servicio, su equipo debía tomar la misma ruta de la cortesía. Concluí recalcándole que si él llegara a mi estudio de la mano de un cliente, del mismo modo que lo hacía yo en ese momento a su propiedad, me sentiría responsable de que su estancia fuera lo más agradable posible. No lo entendió.

Annie Hauck-Lawson concibió el concepto: “la comida-voz” (food voice). Concuerdo con su pensamiento: “la comida habla”, estableciendo un modo singular de comunicación de afectos y convirtiéndose en vehículo revelador de significados. “La comida transmite” y, también en el contexto de una fiesta, detenta valor social y psicológico, distinguiendo los aspectos relacionales de las personas que se encuentran en el sitio donde se celebra, incluidos los videógrafos. Estas formas, aunque simbólicas, son vividas como reales.

No acabaré este artículo sin aclarar que tanto mis asistentes como yo solemos ser muy bien tratados en los espacios donde ejercemos el oficio, y aunque es cierto que existen “excepciones” o detalles menores, tengo ojos y oídos también para los relatos de mis colegas; mi modo de ver el mundo empobrecería si sólo se concentrara en mis intereses, si únicamente hablase y escribiese por mí. Respecto a las “excepciones” puntuales que aludo unos renglones más arriba, y estrictamente en lo que concierne a “nuestra comida y bebida”, he determinado que el alimento debe entrar en mi organización, quiero decir que lo llevo yo; de este modo ganamos autonomía y ya no nos regimos por imperativos que están fuera de nuestra voluntad. Comemos cuando entendemos que podemos disponer del tiempo suficiente y elegimos un lugar discreto. Esto no significa que dejaremos pasar algún hecho importante que pudiera presentarse de manera inesperada, sólo que nos convertimos en los conductores de nuestra jornada, obramos según el criterio y la disposición. Nunca abandono el salón de fiestas para comer fuera ni olvido que estoy trabajando, tampoco que soy independiente.

Ariel García
Realizador Audiovisual

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