photo Filosofa del Video Social 22_zpsfg3ioyjp.jpgEsta mañana, con el propósito de contratar mis servicios, regresó el padre de la quinceañera que una semana antes me visitara. Ahora, mientras termina su café y yo la factura (la de papel), me confiesa que después de aquella entrevista en mi estudio él y su esposa, durante la cena, recordaron especialmente uno de los temas conversados. La charla que tuvimos en ese primer encuentro no guardaba nada extraordinario, aunque lo que acababa de oír me llevaba a interpretar que alguno de los razonamientos se había vuelto significativo para la familia.

En aquella oportunidad hablamos sobre el valor que ciertos hechos cobran con el paso del tiempo y en un tono informal, casi en broma, dije que si, como algunos aseguran, existe un ser superior que digita el presente de cada persona debía tratarse, con seguridad, de un dios menor al que le fascinaba burlar nuestras percepciones. Reitero que la naturaleza del diálogo era distendida e intuía que el carácter de quienes se convertirían en mis clientes permitiría tales comentarios.

La madre de la nena, con un gesto de sorpresa, me instó a profundizar lo que acababa de mencionar.

En ocasiones especiales, proseguí, somos plenamente conscientes del evento que vivimos y deducimos que, por su esencia, implicará algo importante en nuestras vidas, pero este acontecimiento contendrá también un sinnúmero de circunstancias que “el enredador dios del presente” nos inducirá a considerar irrelevantes. Me refiero precisamente a sucesos breves, objetos y detalles que más tarde, y en un acto de extraño revisionismo, el recuerdo y el pasado se ocuparán de encarecer. Entonces el padre de la nena, que había captado perfectamente el sentido de mis palabras, contó que cuando tenía diecisiete años se reunía cada noche con unos amigos bajo el grueso árbol de la esquina de su casa, en un descampado; allí compartían anécdotas e historias sobre sus experiencias, sus sueños y el mundo inmenso que comenzaban a conquistar. Siendo él algo mayor, la familia decidió mudarse a otro barrio. El tiempo transcurrió y en una etapa de la adultez su memoria se encargó de reflotar el viejo árbol con una importancia que aquel presente adolescente no había conferido. Lo cierto es que un día, dirigido por la nostalgia, volvió a buscarlo y sintió una gran tristeza al reconocer que sólo existía en su memoria, lo habían talado para construir un edificio. “Creéme, hoy daría cualquier cosa por tener conmigo sólo una ramita”, dijo. En un misterioso juego del inconsciente, el árbol que en aquellas noches de encuentros formaba parte del escenario como un accesorio era ahora una reminiscencia trocada en símbolo de amistad y confianza desinteresadas, quizá una de las formas de la felicidad.

La charla continuó y, como debía ser, terminamos relacionando el tema con la fiesta de quince años de su hija. Entre la broma y la metáfora les dije que esa noche los camarógrafos llegaríamos también como rescatadores (ahora se dice rescatistas) de los momentos que el dios del presente negaría a sus percepciones, rescatadores de ecos esenciales que los ojos y los oídos captarían devaluados pero que el futuro un día revelaría trascendentes y necesarios. El video y las fotografías, concluí dirigiéndome al padre de la quinceañera, serán entonces como “esas ramitas” que hoy querrías conservar para devolver una ráfaga de materialidad a los revaluados recuerdos.

 

Ariel García
Realizador Audiovisual
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