Existe una obra de Jules Romains, cuyo nombre en español podría traducirse: Knock o el triunfo de la medicina. Para el inescrupuloso Dr. Knock “la salud es un estado precario que no presagia nada bueno”.

Romains, en su libro, nos cuenta que el joven galeno llega a un pueblito francés de principios del siglo XX para sustituir al médico rural, quien asegura que los habitantes de Saint Maurice son sanos; “aquí tendrá la mejor clientela que existe”, le promete el anciano, antes de retirarse.

A Knock lo preocupan las palabras del saliente Dr. Papalaid, por lo que decide buscar apoyo en algunos individuos del lugar. Poco tiempo después, el flamante médico logra convencer a los lugareños de que “no hay persona sana sino paciente insuficientemente estudiado”. ¿Cómo lo consigue? Colocando una carnada.

Ya hemos explicado que Knock carece de escrúpulos, así que nada le cuesta hacer correr una noticia que los pueblerinos no tardan en interpretar como una declaración de sus buenas intenciones: En Saint Maurice, la primera consulta al médico es gratuita. Visíteme. Dr. Knock. Unos días después, nadie habrá salido del consultorio sin que se le haya diagnosticado alguna enfermedad. Para el ambicioso Dr. Knock todos necesitan tratamiento.

¿Por qué traigo aquí este relato? Porque la semana pasada conocí a un aventajado discípulo del Dr. Knock, un locuaz personaje que, aun no ejerciendo la medicina, podría parecérsele en muchos aspectos.

La vivencia que narraré definirá la dirección de los párrafos precedentes.

Suelo desayunar en un bar céntrico, casi todas las mañanas. Un lunes, mientras bebía mi café, ingresó al lugar un grupo de personas que, ocasionalmente, lo había elegido para tomar algo y conversar. Eran colegas; conocía a algunos, a otros no. Me invitaron a compartir la mesa con ellos y acepté.

En cierto momento, ya desarrolladas varias cuestiones relacionadas con nuestra profesión, uno de los compañeros presentes habló respecto a la necesidad de seguir capacitándonos. Asentí, por supuesto; siempre he incentivado en otros esa responsabilidad y nunca dejado de cultivarla. El interlocutor prosiguió con el tema pero, pasados unos minutos, dio un brusco desvío a su discurso y acabó por sorprenderme. Algo eufórico, manifestó su convencimiento de desechar lo que, según su criterio, eran conceptos o preceptos “arcaicos”. No dirigía el reproche sólo a realizadores de videos con marcada trayectoria sino también a fotógrafos.

La verdad es que no lo tomé en serio, o en ese momento le quité importancia. Estoy acostumbrado, en foros y reuniones, a tratar asuntos diversos y presenciar la exposición de posturas, muchas veces antagónicas; nadie negará que, por lo general, estos debates nos benefician, que la comunidad crece con ellos. Lo curioso, en este caso, era que la persona que conocí accidentalmente esa mañana consideraba “arcaico” o “demodé” el sostén nítido del enfoque, por ejemplo. Cuando hablamos de la trascendencia de la perspectiva y la luz en la composición dijo que él nunca tenía en cuenta esos detalles, que lo trascendente eran las sombras. Manifestó, además, la necesidad de “desconcertar” al espectador “vaciando el encuadre” (?). Nunca había articulado un guión pero, según interpreté, “la espontaneidad” y “la inspiración” del realizador dejaban al género fuera del camino, ya no servía.

La charla continuó un tiempo más. Me pareció observar en mi colega una obstinación exagerada por rebatir nociones básicas del lenguaje audiovisual, quizá con el propósito de subestimar a los amigos que en esa reunión de café las mencionaban, o acaso para justificar que había abandonado tales principios (yo tengo para mí que nunca los había conocido). Además, era evidente su insistencia por llevar algunos de estos fundamentos al plano de la incongruencia. Era arbitrario y sus enunciados convirtieron su discurso en una falacia. Más tarde descubriría el porqué de esta conducta.

El azar me ubicaba frente a una persona cuyo plan era romper fundamentos que desconocía y, con ello, presentaba una paradoja: todos sabemos que no es posible descomponer lo que, antes, no ha compuesto el aprendizaje.

Con la excusa de llevar a mi hijo al colegio, me levanté de la silla. Saludé a mis compañeros, incluso a quien aún intentaba fascinar a los presentes con algunos nombres rimbombantes y la promoción de un workshop. Cuando escuché esto, presentí que en ese taller que organizaba (y donde, probablemente, también disertaría) se presentaría un renovado Dr. Knock intentando convencer a los asistentes de que “no existen profesionales idóneos sino realizadores insuficientemente estudiados”.

Al fin escapé de aquella primera consulta gratuita. Knock se enriquecía a costa de crear enfermos, ahora sus discípulos, devenidos en chamanes audiovisuales, pretenden hacer creer también a videastas y fotógrafos distinguidos que el tiempo ha convertido sus técnicas y discernimiento en habilidades profanas, “arcaicas”. Existen personas a las que se les ha enseñado a colgarse de la cola de cualquier workshop que pasa volando, las han convencido de que aliviarán su ignorancia y que soltarse significaría sumirse en el abismo de la ineptitud. De modo similar los pueblerinos de Saint Maurice, antes sanos y después asustados y creyéndose enfermos, acudían al Dr. Knock para calmar los síndromes que él les había inventado.

Si, como he leído en un sinnúmero de oportunidades, se pretende dignificar la tarea del profesional del video, también debiéramos empezar por los workshops, talleres y seminarios, concientizando a las personas que arriesgan sus primeros pasos en este oficio respecto al real esfuerzo que significará convertirse en un realizador audiovisual responsable.

Salí del bar y caminé hacia mi casa barajando algunas probabilidades, entre ellas la de que había pasado unas horas sentado frente a un genio; pero, más tarde, al considerar varios de los trabajos del personaje que conociera esa mañana, deseché definitivamente esta idea y me puse a escribir lo que ahora ustedes están leyendo.

Esta experiencia reafirmó en mí la convicción de que el alegato de estos charlatanes suele mixturar certeza con desconocimiento, inventiva y patraña. Se trata de sofismas, manipulación deliberada de las legítimas ambiciones profesionales del otro, falacias lógicas, como aquella del francotirador que disparó al azar y luego dibujó una diana centrada en cada tiro para que la multitud, unos minutos más tarde, elogiara su puntería y aplaudiera en el polígono.

Hace tiempo, en algún foro o grupo creado en facebook, un fotógrafo reconocía su confusión frente a lo que consideraba su “fracaso comercial y profesional”. En un párrafo se refería a la gran cantidad de workshops a los que había asistido, “¿de nada sirvieron?”, preguntaba o lamentaba.

Me consta que muchos cursos y seminarios, dictados por personas competentes, experimentadas y capaces, logran trasladar a los concurrentes nociones de provecho, muy útiles para el desenvolvimiento de su tarea; lamento reconocer que esto no es así en una alarmante cantidad de casos. Es por esto que al triste fotógrafo del párrafo anterior, que quizá haya equivocado su inversión en conocimientos, yo le hubiese querido responder que en el “prospecto” de algunos medicamentos maravillosos… perdón, algunos workshops maravillosos, sólo podrá encontrar renglones ponderando sus supuestos y cuestionables beneficios, nunca los efectos colaterales del prolongado chamuyo transfigurado en enseñanza.

“Knock se enriquece a base de crear enfermos. En sus visitas, diagnosticó síntomas extraños e inculcó a los aldeanos la necesidad de un cuidado permanente. A partir de entonces, muchos guardaron cama y lo único que tomaban era agua. La aldea parecía un hospital: personas sanas sólo quedaban las justas para cuidar a los enfermos. El farmacéutico se convirtió en un hombre rico, al igual que el hostalero, cuyo mesón se utilizaba a pleno rendimiento como hospital de campaña, abierto veinticuatro horas al día.”

Ariel García
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